Últimamente oímos por todas partes que la culpa la tienen los banqueros, los mercados, las bolsas, Wall Street, los políticos, los Estados Unidos… ¡No! La culpa la tenemos nosotros, el pueblo, esta sociedad aborregada, entontecida, egoísta e irresponsable. Nuestra condición humana no es diferente a la de los poderosos. Somos tan irresponsables como ellos, tan egoístas, tan faltos de principios, tan cobardes, tan tacaños.
Si estuviésemos en la posición de los banqueros, de los políticos o de los inversores, haríamos exactamente igual que ellos, porque ellos salieron de entre nosotros y son como nosotros: egoístas, irresponsables, faltos de principios y valores, y su única meta es su propio bienestar y su enriquecimiento. Los banqueros y los poderosos no son extraterrestres; han salido del pueblo y conservan los mismos defectos de la masa.
La culpa es nuestra porque nosotros también hacemos trampa en nuestros impuestos, en el cumplimiento de las leyes, en el trato con nuestros semejantes y hasta en el amor. Nosotros, el pueblo, tan alabado por los políticos demagogos, somos los que hemos renunciado a nuestra razón y a nuestra dignidad y nos hemos dejado embaucar con las ideas “progresistas” que nos dicen que lo importante es disfrutar de la vida al precio que sea, aun a costa de traicionar a los demás e incluso a nuestras más íntimas convicciones. Nosotros somos los que nos hemos aborregado y acudimos multitudinariamente, como un rebaño, a espectáculos, a ceremonias, a mítines, y a conciertos en los que un grupo de frikis, con frecuencia cargados de pastillas, berrean sus frustraciones y su desprecio a las tradiciones, y aplaudimos con los brazos alzados balanceándonos como zombis cuando ellos en sus letras se ríen de la religión, de las tradiciones, de la ley, de las autoridades y hasta de la buena educación.
La culpa la tenemos nosotros, que hemos hecho del uso de las drogas algo consustancial con nuestra cultura. Leíamos ayer sobre el robo de varias toneladas de cocaína. ¿Quién consume esa enorme cantidad de droga? ¿Los banqueros? No, nosotros. Nuestros hijos, nuestros hermanos, nuestros padres, nosotros, el pueblo, tan inocente, tan responsable y ¡pobrecito!, tan abusado por los mercados y por Wall Street.
La culpa la tenemos nosotros, que hemos convertido la prostitución y la pornografía en negocios normales y multimillonarios. Millones de jóvenes de los dos sexos dedicados a la prostitución y millones de consumidores de todas las edades.
La culpa la tienen nuestros hijos, que como borregos y borregas, tan modernos ellos y ellas, van los fines de semana en manada a sus botellones a atascarse de alcohol, dejando el lugar como si por allí hubiese pasado una piara.
La culpa la tiene esta sociedad en bloque, y muy especialmente los políticos, los periodistas y los intelectuales, que han traicionado a su inteligencia o se han dejado engañar por las prédicas marxistas disfrazadas de progresismo en las que se defiende la filosofía de la igualdad de género, la felicidad personal como la principal meta, el desprecio de los valores del espíritu, y que admite como la cosa más natural la homosexualidad, esa inmunda liturgia de anos y penes que se les presenta a nuestros hijos como algo opcional en la Educación para la Ciudadanía.
La culpa la tenemos nosotros, que hemos admitido la antihumana, criminal y socialmente suicida práctica del aborto como un derecho de la mujer al asesinato del hijo en sus entrañas. Solo en España, más de cien mil niños cada año son sacados a pedazos del vientre de sus madres.
La culpa la tiene la televisión, esa formidable arma que se ha convertido en la verdadera universidad del pueblo en donde los Vasiles, Laras, Roures y todos los que patrocinan tantos programas basura, maleducan en toda suerte de antivalores y en donde sutilmente se inculcan ideas corrosivas que van contra la esencia de la sociedad y de la convivencia. La familia tradicional, sutilmente desprestigiada en multitud de programas, ha sido una gran víctima de ese sutil veneno que destilan las pantallas. El resultado después de sesenta años, es el catastrófico panorama que nos ofrecen millones de familias modernas y es el vertiginoso suicidio que estamos cometiendo al disminuir rápidamente la población autóctona. Los hijos son una carga, la fidelidad es cosa anticuada, el amor conyugal “hasta que la muerte nos separe” no existe y es un mito. La invasión musulmana y del África negra que Europa está sufriendo es la consecuencia directa de este ataque a la familia tradicional.
La culpa la tenemos nosotros, que hemos olvidado y hemos acabado despreciando aquellos vitales consejos del gran líder de Occidente, el que puso los cimientos para el desarrollo de Europa: “Amaos los unos a los otros”. Y que nos inculcó una máxima diametralmente opuesta a nuestro egoísmo: “Yo no vine a ser servido sino a servir”. Ingenuamente nos hemos dejado convencer por los del mandil, que aunque se presentan como los grandes defensores de las libertades y de los derechos individuales son los solapados enemigos de la sociedad.